La casa del laberinto de la ira. Érase una vez, en un pueblo muy lejano, una hermosa casa de colores, que se erguía majestuosa en medio de un extenso jardín. Los niños y niñas del pueblo solían jugar en ese jardín, pero había una habitación, la última del pasillo, que llamaba mucho la atención y llenaba de curiosidad a todo aquel que se acercaba a la casa del laberinto de la ira.
Se decía que esa habitación estaba encantada, que había un tesoro escondido en su interior, pero que solo aquellos que tuvieran el valor suficiente para enfrentar la ira podrían adentrarse en su secreto.
Los hijos del molinero, dos hermanos, un niño y una niña, llamados Juan y Martina, siempre se sentían atraídos por la casa del laberinto de la ira. Ellos pasaban muchas tardes jugando en el jardín, disfrutando de la naturaleza y de la compañía del otro.
Un día, mientras jugaban con las mariposas, volaron muy cerca a la casa del laberinto de la ira, y de repente, se escuchó un ruido muy fuerte. Los hermanos, curiosos, fueron a investigar y vieron que la ventanita de la última habitación del pasillo se había abierto.
Intrigados, se acercaron al interior de la habitación, pero se toparon con una pared muy grande y en medio de ella, una cerradura que parecía ser la única manera de poder descubrir el misterio del cuarto.
Sin pensarlo dos veces, decidieron buscar la llave. Recorrieron todo el jardín sin éxito hasta que llegó la hora de la merienda. El molinero, su padre, les ofreció un plato de galletas recién horneadas y un vaso de leche fría. Justo antes de darles su merienda, les preguntó por qué estaban tan callados y distraídos.
– ¡Padre! En la casa del laberinto de la ira encontramos una cerradura y no sabemos cómo abrirla. ¿Te acuerdas de que abuelo nos habló de un tesoro que está escondido en esa habitación?
El molinero asintió con la cabeza, sabía de las historias que circulaban sobre la casa del laberinto de la ira, pero no creía en ellas. Con una sonrisa, compartió su sabiduría con sus hijos.
– Saben, mis queridos hijos, que la ira es una emoción muy fuerte, cuando nos enfadamos, no pensamos con claridad, y muchas veces hacemos cosas que lamentamos más tarde. Si desean abrir esa cerradura, tendrán que seguir un camino difícil, lleno de obstáculos, pero si logran controlar sus emociones, encontrarán un gran premio, el premio de la sabiduría.
Así que, Juan y Martina, siguieron el camino sugerido por su padre. Aprender a pensar antes de actuar, controlar sus impulsos y aferrarse a la paciencia.
Fue un camino lleno de desafíos, que encontraron difícil de superar, pero recién en ese momento comprendieron que la ira no resuelve nada. Pasaron varias semanas en las que los hermanos trabajaron duro, pero sus esfuerzos dieron resultados. La cerradura se abrió, y tras una luz brillante encontraron el tesoro más valioso de todos, la sabiduría.
¡Qué alegría sintieron los niños al comprender que el aprendizaje del autocontrol sería el mejor regalo que pudieran recibir! Con el tiempo, obtuvieron grandes logros en la vida, aprendieron a escuchar, a tener paciencia y a solucionar los problemas que se presentaron en sus caminos.
El tesoro estaba adentro de ellos siempre, solo que era necesario encontrarlo en su interior. La casa del laberinto de la ira dejó de ser un lugar enigmático, se convirtió en un recuerdo entrañable para Juan y Martina.
Es así como la sabiduría se convirtió en su mayor riqueza, y la victoria sobre la ira, su mejor tesoro. Y por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que toda la aldea conociera la historia de los hermanos del molinero, quienes descubrieron el más grande de los tesoros, aquel que se esconde dentro de nuestras almas.