El conejo y la nube de algodón de azúcar. Érase una vez, en un día soleado, un pequeño conejo de algodón de azúcar que saltaba y saltaba felizmente en un prado verde. De repente, se detuvo y miró hacia el cielo. Allí, flotando en el aire, vio una nube de algodón de azúcar del tamaño de una casa. El conejo se sintió intrigado y quiso saber más acerca de ella. Decidió seguir a la nube y ver a dónde lo llevaba.
A medida que seguía la nube, el conejo se daba cuenta de que la nube era un poco tímida e intentaba huir de él. El conejo se dio cuenta de que estaba asustando a la nube, así que decidió hablar con ella en voz suave y amable.
-«Hola, nube, soy el conejito de algodón de azúcar. ¿Cómo te llamas?»
-«Me llamo Algalia», contestó la nube tímidamente.
– «¿Eres deliciosa como yo?», preguntó el conejito.
– «No lo sé, nunca he probado a un conejo. ¿Tú eres delicioso?», respondió la nube.
– «No, no soy delicioso, ¡soy un conejo de algodón de azúcar!», respondió el pequeño conejo con una sonrisa.
Desde ese momento, Algalia y el conejo se convirtieron en grandes amigos y comenzaron a jugar juntos. El conejo saltaba y saltaba a los lados de Algalia y la nube la sostenía, creando una cama suave y esponjosa para el pequeño conejo.
El tiempo pasó rápidamente, y el sol comenzó a ponerse en el horizonte. La noche comenzó a caer sobre el campo, y el aire comenzó a enfriarse. El conejo se dio cuenta de que la nube estaba empezando a enfriarse también. Recordando que, en realidad, era una nube de algodón de azúcar, el conejo tuvo una idea.
– «¿Algalia? ¿Te gustaría que te calentara? Podría incendiarme un poco y darte algo de calor».
Algalia se estremeció un poco. No sabía si esa era una buena idea, después de todo, el conejo era su amigo y no quería que se hiciera daño por ella.
– «No, no, no te preocupes por mí. Tengo una idea mejor. Conozco un lugar cerca de aquí donde pueden calentarte»
El conejo curioso preguntó:
– «¿Dónde es?»
– «Es en la casa encantada del bosque donde una vez vivió el duende rojo. La chimenea siempre está encendida en esa casa y es un buen lugar para calentarse».
El conejo no estaba muy seguro de la idea, pero Algalia lo convenció de que estaría bien. Así que, juntos, se dirigieron hacia la casa encantada en el bosque.
Cuando llegaron allí, descubrieron que la casa estaba a oscuras, sin ninguna luz. Al principio, el conejo estaba temeroso, pero Algalia lo animó y entraron juntos. Al principio, el conejo estaba aterrorizado por los ruidos extraños, pero pronto se dio cuenta de que era solo la casa que crujía y el viento que soplaba por las ventanas rotas. A medida que avanzaban por la casa, finalmente encontraron la chimenea y el fuego ardiendo.
El conejo se calentó cerca del fuego mientras Algalia flotaba sobre él, dándole la bienvenida. Estaban disfrutando de la calidez y la tranquilidad cuando la puerta se abrió de repente y entró el duende rojo.
El conejo estaba asustado al principio, pero pronto se dio cuenta de que el duende rojo era amable y no les haría daño. El duende los invitó a sentarse y les ofreció una taza de té caliente.
Mientras se sentaban juntos bebiendo té, el duende rojo contó historias sobre su vida en el bosque y cómo había construido su casa encantada. Estuvieron juntos toda la noche, hasta que finalmente el sol comenzó a salir y el conejo se dio cuenta de que era hora de regresar a casa.
– «Tenemos que irnos Algalia, es hora de que vuelva a casa y me prepare para el próximo día».
– «Gracias por todo, duende rojo», dijo el conejo.
– «Fue un placer tenerlos aquí, vengan a visitarme cuando quieran», respondió el duende rojo mientras les abría la puerta.
El conejo y la nube de algodón de azúcar se dirigieron al campo donde se habían encontrado por primera vez. Se despidieron el uno del otro y prometieron reunirse de nuevo. Y así fue. Después de esa aventura, el conejo y Algalia se hicieron inseparables y se convirtieron en los mejores amigos. Ahora siempre encontraban la felicidad que buscaban juntos, saltando y volando a través del aire, disfrutando cada momento del día juntos. Y sabían que si alguna vez necesitaban algo, siempre podrían contar el uno en el otro.