El Dragón y la Montaña de las Nubes. Había una vez un dragón llamado Fuego que vivía en lo alto de una montaña. Desde su refugio, podía observar todo el valle y disfrutaba de la tranquilidad que le ofrecía la soledad. Durante el día, se dedicaba a dormir y a recolectar piedras brillantes que encontraba por el camino.
Por las noches, Fuego se sentía más vivo que nunca. Abandonaba su cueva para surcar el cielo y, con cada batido de sus alas, creaba remolinos de aire caliente que lo seguían a donde quiera que fuera. Cuando divisaba algún animal nocturno, lo perseguía inofensivamente solo para divertirse, porque sabía que no se atrevían a acercarse sin su consentimiento.
Pero Fuego no siempre fue solitario. Antes, muchos dragones mágicos habían habitado los alrededores de la montaña, algunos de ellos incluso se habían unido a él para sobrevolar el valle en sus noches en vela. Eran tiempos felices, llenos de risas y aventuras. Juntos, cazaban y se protegían unos a otros.
Un día, muy lejano en el tiempo, todo cambió. Un grupo de cazadores despiadados llegó al valle con la intención de acabar con todos los seres mágicos que habían vivido allí por generaciones. Emprendieron una caza cruel y despiadada, matando a todo ser que tuviera alas, escamas, o incluso una cola peluda. Unos pocos pudieron escapar, pero otros no tuvieron la misma suerte.
Fuego, que había logrado esconderse de los cazadores, observó la matanza desde lejos mientras sus amigos volaban hacia alguno de los pocos lugares seguros que quedaban en aquellos días. Él, sin embargo, decidió quedarse allí, en su antigua cueva. No estaba dispuesto a huir, no estaba dispuesto a dejar que los cazadores aniquilaran todo lo que él había conocido siempre.
Desde aquel día, Fuego se convirtió en el guardián de la montaña, el protector de los secretos que se ocultaban en su interior. A pesar de su apariencia imponente y amenazadora, no hacía nunca daño a nadie, y siempre respetaba a aquellos que se acercaban buscando refugio. Nadie se le acercaba por temor a su apariencia, pero nadie dudaba de su fortaleza.
Pasaron muchos años, y Fuego se convirtió en leyenda en aquel valle olvidado por los humanos. Muchos creían que había muerto durante la matanza, otros que se había marchado para siempre. Pero lo cierto es que él seguía allí, sobrevolando los veranos y los inviernos, sin envejecer, sin cambiar, y sin nunca bajar de su montaña.
Hasta que un día ocurrió algo diferente.
Era una noche clara y oscura, Fuego sobrevolaba el valle cuando divisó algo extraño en la lejanía. Era un cuerpo humano, que parecía apurado por llegar a algún sitio. Fuego, sin entender muy bien por qué, decidió acercarse. El humano, una joven vestida con un elegante vestido azul, notó su presencia y se detuvo en seco, como si hubiera visto un fantasma. Fuego, al notar su miedo, bajó su cabeza y sopló un anillo de humo hacia ella, como si quisiera mostrarle que no le haría daño.
La joven relajó su expresión y, con cierto nerviosismo, explicó que estaba buscando una cura para su madre enferma y que había oído hablar de las bondades de los dragones mágicos. Fuego la escuchó con atención y decidió acompañarla, porque sabía que, a pesar de la creciente presencia humana en el valle, todavía había especímenes de plantas y hierbas únicas que solo él conocía.
Así, Fuego y la joven emprendieron una búsqueda desesperada por rincones de la montaña que nunca antes había visto. La joven lo seguía con dedicación, a veces incluso lo guiaba por lugares donde ella intuía que podrían encontrar algo útil para su madre. Fuego se sorprendía de lo que veía, pero no dejaba de ser receloso en su trato con ella.
Después de dos largas noches, Fuego y la joven encontraron lo que estaban buscando: una planta, de pétalos amarillos delicados, que tenía un olor dulce y característico que solo podía ser identificado por los seres mágicos. La joven agradeció a Fuego, y él se marchó, satisfecho con su labor.
La joven, al poco, encontró a un sanador que usó la planta para curar la enfermedad de su madre. Desde entonces, visitaba a Fuego cada vez que necesitaba ayuda, y él, poco a poco, se fue acostumbrando a su presencia.
Puede que Fuego nunca volviera a ser el dragón indomable que había sido en su juventud, pero ahora tenía algo mucho más valioso: una amiga humana que respetaba su territorio y entendía su papel en aquel valle. La joven, por su parte, tenía la ayuda inestimable de un aliado que conocía los secretos de la montaña.
Y así, ambos seguían adelante, sobrevolando el valle y protegiéndolo juntos, tranquilos y compañeros en su soledad.