La bruja y el gato negro. Érase una vez una pequeña aldea en lo más profundo del bosque, donde todos los habitantes temían a una vieja bruja que vivía en una cabaña apartada del resto. La bruja tenía fama de ser misteriosa y peligrosa, y muchos aseguraban que practicaba la magia negra, aunque nadie se había atrevido a acercarse lo suficiente para comprobarlo.
En su cabaña vivía también un pequeño gato negro, que era el único compañero de la bruja. Tenía los ojos amarillos y brillantes como dos pequeños faros, y una mirada penetrante que parecía atravesar el alma de aquel que se cruzaba en su camino. El gato siempre estaba cerca de la bruja, y algunos decían que era su familiar, es decir, su ayudante en los rituales mágicos.
Un día, una niña llamada María, que vivía en la aldea, se extravió en el bosque mientras recogía setas. Corrió y corrió hasta que se dio cuenta de que estaba perdida y asustada. De pronto, vio una luz a lo lejos, una luz que parecía provenir de la cabaña de la bruja. A pesar de su miedo, María decidió acercarse para pedir ayuda.
Cuando tocó la puerta, la bruja abrió y la miró fijamente con sus ojos oscuros. María se asustó aún más al verla tan cerca, pero la bruja le habló con suavidad y le preguntó qué le había sucedido. María le contó lo que había pasado, y la bruja le ofreció refugio por la noche, hasta que amaneciera y pudiera regresar a su casa.
La niña aceptó, aunque tenía miedo de estar cerca de aquella mujer que tantos rumores y temores había causado en la aldea. Pero a medida que pasaban las horas, María se dio cuenta de que la bruja no era como todos decían. En realidad, era amable y bondadosa, y se dedicaba a preparar pócimas y remedios para los enfermos de la aldea. Era una curandera, no una bruja malvada.
El gato negro también se acercó a María, y la observó con sus ojos amarillos. Al principio, la niña se asustó, pero pronto descubrió que el pequeño felino era un amigo leal y cariñoso. Le gustaba jugar y acurrucarse junto a ella, y la hacía sentir acompañada en aquel lugar desconocido y tenebroso.
A la mañana siguiente, cuando el sol iluminó el bosque, la bruja acompañó a María de vuelta a la aldea. La niña se despidió de ella y del gato negro, y les prometió que volvería a visitarlos algún día. La bruja le hizo un gesto de despedida con la mano, y la niña se alejó corriendo entre los árboles.
Desde entonces, María visitaba a la bruja cada vez que necesitaba un remedio o una curación. Aprendió a respetarla y a quererla, y se convirtió en su amiga más fiel. El gato negro también se acostumbró a su presencia y se volvió aún más cariñoso con ella.
Pero un día, ocurrió algo extraño en la aldea. Empezaron a desaparecer objetos de los hogares de los habitantes, y algunos dijeron haber visto sombras moverse sigilosamente por la noche. La gente empezó a temer que la bruja fuera la responsable de esas travesuras, y algunos pidieron que fuera expulsada de la aldea.
María se negaba a creer que su amiga tuviera algo que ver, y decidió investigar por su cuenta qué estaba sucediendo. Fue a la cabaña de la bruja y le contó lo que estaba ocurriendo. La bruja se sorprendió y le aseguró que no tenía nada que ver con los robos, que ella solo se dedicaba a curar a los enfermos y a vivir en paz con su gato.
María decidió entonces hacer guardia durante la noche en la aldea, para ver si podía encontrar al culpable. Y así fue como, en medio de la oscuridad, vio algo que la dejó perpleja: un pequeño niño de la aldea, con un saco lleno de objetos robados, que intentaba esconderse detrás de unos arbustos.
María lo siguió con sigilo, y lo vio entrar en su casa. Cuando llegó allí, lo confrontó con valentía y le preguntó por qué había hecho aquello. El niño se ruborizó y le contó que lo hacía porque estaba aburrido, y que quería llamar la atención de los demás.
María decidió contarle a la aldea lo que había ocurrido, y la gente se sorprendió al ver que el culpable no era la bruja, sino un niño travieso que necesitaba amor y comprensión. La bruja y su gato negro volvieron a sus tareas cotidianas, y la aldea se dio cuenta de que la verdadera magia estaba en la amistad y la solidaridad.
Desde ese día, la bruja y María se hicieron más unidas, y el gato negro se convirtió en el guardián de la cabaña, velando por la seguridad de su amada dueña. Las desapariciones cesaron, y la aldea volvió a ser tranquila y apacible.
Así pasaron muchos años, hasta que María se convirtió en una anciana. Sin embargo, nunca olvidó aquellos tiempos en los que descubrió que la magia y la amistad eran más poderosas que cualquier conjuro maligno. La bruja y el gato negro siempre ocuparon un lugar especial en su corazón, y los recordaba con una sonrisa cada vez que veía la luna llena en el cielo.