La isla de los muertos. Érase una vez una isla perdida en el mar, que se decía habitada por los muertos. Su nombre era La isla de los muertos, y muchos navegantes habían afirmado haberla visto de lejos, pero ninguno había osado acercarse lo suficiente para comprobar su existencia.
Cuentan las leyendas que, en esa isla, los muertos vivían en paz y tranquilidad, alejados de los vivos y de toda preocupación terrenal. Pero, a pesar de ello, nadie quería acercarse a esa isla, pues temían el triste destino que allí les esperaba.
Un día, sin embargo, un marinero osado y temerario decidió aventurarse hacia La isla de los muertos. Se llamaba Rafael y llevaba años navegando por los siete mares. Había escuchado innumerables historias sobre la misteriosa isla, y su curiosidad había crecido hasta el punto de no poder resistirse a la tentación de descubrir la verdad.
Rafael zarpó de madrugada, con el corazón latiendo acelerado en su pecho. Las olas del mar eran agitadas y el viento soplaba con fuerza, pero él estaba resuelto a alcanzar la isla maldita. La travesía fue larga y extenuante, pero finalmente, después de varios días de navegación, avistó La isla de los muertos en la lejanía.
Rafael no pudo evitar sentir una extraña mezcla de miedo y asombro al verla por primera vez. Era una isla pequeña, con playas de arenas blancas y una densa vegetación verde cubriendo gran parte de su superficie.
Sin embargo, lo que más llamó la atención del marinero fue la total falta de vida en la isla. No había aves volando, ni animales moviéndose por el suelo, ni tampoco se oía el sonido del viento soplando a través de los árboles. Era como si la isla estuviera muerta y olvidada por el mundo entero.
Rafael no se dejó impresionar por lo que veía, sino que se acercó a la isla sin titubear. Descendió del barco con su equipo y comenzó a explorar el lugar. Caminó durante horas sin encontrar ningún signo de vida, hasta que llegó a una colina donde se encontraba una especie de cementerio.
Allí, entre las tumbas, encontró a un anciano con una barba blanca y unos ojos que parecían haber visto demasiado. El viejo lo observó detenidamente y le preguntó quién era y qué hacía allí.
Rafael le explicó que era un marinero y que había venido a conocer La isla de los muertos. El anciano sonrió y le dijo que no era un lugar apropiado para los vivos, pero que si quería quedarse allí, debía respetar las normas de la isla.
El marinero aceptó las condiciones y se instaló en la isla. Día tras día, el anciano lo llevaba a conocer los secretos de la isla y le explicaba las costumbres de los muertos. Rafael se sentía cada vez más interesado en todo lo que descubría, y pronto empezó a olvidar que cualquier cosa fuera posible fuera de La isla de los muertos.
Sin embargo, un día, cuando se encontraba paseando por la orilla del mar, descubrió algo que cambiaría su vida para siempre. Un grupo de náufragos habían llegado a la isla, y entre ellos se encontraba su esposa, a la cual creía haber perdido para siempre en un naufragio años antes.
Rafael no podía creer lo que veían sus ojos. Había pasado tanto tiempo desde que perdió a su esposa, que casi había olvidado la existencia de su esperanza de volver a encontrarla alguna vez. La alegría que sintió al verla de nuevo en verdad era indescriptible.
Sin embargo, su felicidad fue efímera. El anciano lo llamó a su lado y le explicó que, con la llegada del naufragio, la isla había perdido su encanto y que debía irse junto a ellos antes de que fuera demasiado tarde.
Rafael se dio cuenta de que su tiempo en La isla de los muertos había llegado a su fin. Miró a su esposa, a quien tanto había esperado, y apostó que la felicidad con ella lo había hecho revivir. Pero, de alguna manera, sabía que esta triste isla siempre sería una parte de su vida y que, por muy feliz que pudiera ser en el mundo real, la añoranza y la tristeza siempre estarían presentes en su corazón.